El demonio y el caballo
Por: Carlos Beraún Di Tolla:.
En un frío amanecer, cuando el mundo aún dormía bajo un manto de escarcha, un caballo tiritaba atado a un poste, tironeando con ansias por liberarse. Su aliento formaba nubes de vaho en el aire helado, y sus ojos brillaban con una mezcla de miedo y desesperación. Desde la oscuridad, entre la bruma que se levantaba como un fantasma sobre los campos, surgió un demonio. No era un demonio de cuernos y tridente, sino uno de esos seres que parecen salidos de un sueño de García Márquez: silencioso, etéreo, con una sonrisa que no prometía nada bueno. Con un gesto casi casual, el demonio desató la atadura del animal.
Libre al fin, el caballo galopó a sus anchas, como si llevara el viento en sus patas. Cruzó los límites de la finca y se adentró en los cultivos vecinos, arrasando con todo a su paso. Las hileras de maíz y trigo, cuidadosamente sembradas, quedaron reducidas a un desorden de tallos rotos y tierra revuelta. El campesino, al ver tanto destrozo, sintió que la rabia le hervía en las venas. Sin pensarlo dos veces, levantó su rifle y, con un disparo certero, mató al animal.
El dueño del caballo, un hombre de mirada dura y manos callosas, no tardó en enterarse de lo sucedido. Con el corazón lleno de furia, buscó al campesino y, en un acto de venganza tan rápido como un relámpago, le disparó. La esposa del campesino, al ver a su marido caer, sintió que el mundo se le venía encima. Con un cuchillo en la mano y los ojos llenos de lágrimas, se abalanzó sobre el dueño del caballo y lo apuñaló en un arranque de desesperación.
El hijo del dueño del caballo, un muchacho de apenas diecisiete años, llegó corriendo al lugar y encontró a su padre tendido en el suelo, la vida escapándose de él. Consumido por la rabia y el dolor, corrió hacia la casa del campesino y, sin mediar palabra, mató a la mujer. Los vecinos, alarmados y llenos de indignación, decidieron que ya era suficiente. Esa misma noche, incendiaron la casa del muchacho, reduciendo todo a cenizas en un acto de venganza colectiva.
Al aclarar el alba, cuando el humo aún se elevaba sobre los campos y el silencio pesaba como una losa, alguien vio al demonio sonriendo en una esquina. Intrigado, se acercó y le preguntó:
— ¿Por qué iniciaste esta tragedia?
El demonio, sereno y con una sonrisa que parecía salida de un cuento de Cortázar, respondió:
— Yo solo solté un caballo.
Y así fue. El demonio no había hecho más que desatar una atadura, pero esa pequeña acción había sido suficiente para desencadenar una cadena de violencia y destrucción. Los personajes de esta historia, atrapados en sus propias pasiones y rencores, habían convertido un acto simple en una tragedia desgarradora.
Moraleja
A veces, una mala decisión puede desencadenar una serie de actos que llevan a consecuencias devastadoras. No siempre hace falta malicia para desatar el infierno del caos; basta una chispa para que florezca lo peor de nosotros. Por eso, antes de actuar, es importante pensar. Siempre es mejor vencerse a uno mismo que caer en la tentación de perder el control por algo que, al final, no valía la pena.
El demonio, mientras tanto, siguió su camino, dejando atrás un pueblo en llamas y una lección que, tal vez, nadie aprendería. Porque el caos, como el viento, siempre encuentra una grieta por donde colarse.