Zarén y los espejos de sal

Carlos Manuel Beraún Di Tolla
5 min readNov 3, 2024

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Por Carlos Beraún Di Tolla

“Todos los espejos son máscaras del dolor; reflejan lo que somos, no lo que deseamos ser.” Oscar Wilde

Por dejarnos guiar por una ilusión muchas veces perdemos lo más importante en nuestra vida.

Zarén se aferra a una juventud que se le escapa entre los dedos, como granos de sal disolviéndose en el océano del tiempo. A sus veintinueve años, su mente persiste en habitar ese espejismo entre los veintidós y veinticuatro, una ilusión que ha convertido en refugio contra la aspereza de una realidad que no perdona simulacros. El tiempo transcurre como un código morse de presencias y ausencias; a veces nítido, otras difuso, mientras ella permanece enclaustrada en una burbuja digital de su propia manufactura, donde solo habitan rostros prestados y sonrisas filtradas, ecos de una autenticidad perdida.

En ese universo de píxeles, Zarén ha esculpido su alter ego: una versión eternamente radiante y perfectamente calibrada de sí misma, un Narciso digital que se ahoga en su propio reflejo. Esta construcción virtual se ha convertido en su consuelo y su condena, un avatar que cosecha miles de “me gusta” y miradas cautivas, adictas a sus gestos editados y expresiones calculadas. Lo que ignora es que sus ojos brillan con más intensidad en la realidad que en cualquier filtro, y que su largo cabello azabache ondulado posee un resplandor que ninguna aplicación podría replicar. Pero esa verdad se desvanece ante su obstinada búsqueda de la perfección, respaldada por el ojo artificial de una cámara de última generación.

Sus días se disuelven en el resplandor azulado de la pantalla, nadando en una corriente de halagos efímeros y amistades tan frágiles como pompas de jabón, tan vacías como los likes que las sostienen. Las horas frente al teléfono se han transformado en un ritual pagano, una ofrenda silenciosa a los dioses de la validación digital. Más allá de esa burbuja, existe alguien que en verdad la quiere en su forma más auténtica, que ve la belleza en sus imperfecciones y la verdad en sus miedos. Pero ella lo mantiene a distancia, observándolo con una mezcla de rechazo, fascinación y terror, prefiriendo la compañía de aquellos que la desean superficialmente, la engañan con dulces mentiras y la descartan cuando el filtro se desvanece.

Entre los rostros que la acechan están sus falsas amigas, sacerdotisas de lo artificial que filtran su realidad hasta volverla irreconocible. Son sirenas digitales que la rodean con sonrisas ensayadas y consejos envenenados, arquitectas de su propia prisión de píxeles. Cuando la duda asoma en Zarén, ellas están prestas para amplificar sus inseguridades o señalarle una ruta alternativa que invariablemente la aleja más de sí misma, como Virgilio guiando a Dante hacia un infierno digital.

En sus escasos momentos de lucidez, Zarén intuye que algo fundamental se le escapa, que su existencia tangible se difumina bajo capas de perfección artificial, como un palimpsesto donde la historia original se pierde bajo reescrituras constantes. Pero cada vez que una duda amenaza con agrietar su fachada digital, alguien aparece para reforzar su papel ficticio, para mantenerla anclada a su alter ego. El mundo virtual ya no es una elección; es su jaula dorada, su caverna platónica donde las sombras han reemplazado a la realidad.

Un parpadeo en la pantalla trae consigo una notificación que actúa como un mensaje en una botella en este océano digital: un antiguo compañero de trabajo, vestigio de una vida más auténtica, le pregunta: “¿Todavía tienes aquel sueño de cambiar el mundo?”. La pregunta actúa como un espejo que, por primera vez, le devuelve su verdadero reflejo: el idealismo perdido, la pasión sepultada bajo capas de filtros, la chispa vital ahogada en el narcisismo digital.

Los días se suceden en una procesión infinita de selfies, bailes ensayados y guerras virtuales con desconocidos. Zarén es como un espejo de sal en la orilla del mar: cuanto más intenta preservar su reflejo, más lo desgasta la marea del tiempo, hasta que el brillo inicial se convierte en una superficie mate y erosionada, testigo mudo de una belleza que se desvanece en su propio artificio.

La realidad, esa maestra implacable, termina imponiéndose con la fuerza de una ola que arrasa castillos de arena. La noticia del éxito de su antiguo compañero, aquel que intentó rescatar sus sueños perdidos, la golpea como una revelación tardía. Comprende, con la amarga claridad que solo otorga el tiempo perdido, que mientras la vida avanzaba, ella permaneció varada en su propia ilusión, como una mariposa que prefirió seguir siendo oruga por miedo a volar.

En ese momento de epifanía, Zarén siente el peso de una soledad profunda, una grieta existencial que ningún filtro puede ocultar. Con el teléfono en la mano, observa cómo sus admiradores virtuales migran hacia la siguiente novedad, como aves que abandonan un árbol muerto. Apaga la pantalla y, en el reflejo negro del cristal, encuentra su rostro verdadero: cansado, con años acumulados en unos ojos que ya no pueden seguir fingiendo, que han visto demasiados amaneceres artificiales.

Su vida ha sido un espejismo de sal, una ilusión que se desmorona entre sus dedos como un puñado de arena en el viento. En su obsesión por preservar una juventud ficticia, por alcanzar una perfección imposible, dejó escapar aquello que da sentido a la existencia: el amor imperfecto pero verdadero, las risas sin filtros, las lágrimas que no necesitan ser fotogénicas, los momentos que ninguna cámara puede capturar en su verdadera dimensión.

Cuando finalmente apaga el teléfono, el silencio la envuelve como una segunda piel, y en ese vacío encuentra la verdad que siempre estuvo ahí: en su búsqueda incesante de la perfección digital, perdió la capacidad de ver la belleza en lo imperfecto, de amar lo auténtico, de vivir sin el constante escrutinio de una pantalla. Los espejos de sal se han desmoronado y, entre sus fragmentos, emerge una verdad universal: la vida real, con todas sus imperfecciones y momentos no editados, es el único filtro que verdaderamente importa.

Porque en el fondo, como granos de sal que brillan bajo el sol, somos más hermosos en nuestra autenticidad que en cualquier reflejo artificial que intentemos proyectar. Y Zarén, frente a los fragmentos de su espejo roto, comprende por fin que la verdadera juventud no está en los filtros ni en los likes, sino en la capacidad de abrazar la vida en toda su imperfecta belleza.

Lección final
La vida no se vive a través de una pantalla, ni se mide en likes o seguidores. Las historias falsas que consumimos nos roban lo mejor de nuestra existencia: los abrazos sinceros, las risas espontáneas, los amaneceres sin filtros. Zarén aprendió, demasiado tarde quizás, que el tiempo perdido en busca de una perfección inexistente es tiempo robado a la auténtica felicidad. No dejes que los espejos de sal te engañen; la verdadera belleza está en vivir, no en proyectar.

Carlos Beraún Di Tolla (Noviembre 2024)

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