La lealtad, esa perra fiel

Carlos Manuel Beraún Di Tolla
3 min readOct 28, 2024

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Por:. Carlos Beraún Di Tolla

“Mis amigos son gente cumplidora
que acuden cuando saben que yo espero.
Si les roza la muerte disimulan.
Que pa’ ellos la amistad es lo primero.”

Las malas compañías, Joan Manuel Serrat

El verdadero valor de una persona resplandece en los momentos difíciles.

La lealtad, mi bro, es la puta verdad de los hombres buenos,
el vicio de santos y de tontos perfectos,
esa que arde como un cigarrillo olvidado en la madrugada,
mientras Lima se deshace remendando sus propios secretos.

No es el brillo barato que emponzoña a los nuevos ricos,
esa gente que se compra un Rolex y se cree dueña del tiempo.
No, la lealtad es esa cicatriz que solo llevan los perros viejos,
los que han mordido el polvo y aún ladran al viento.

La vida, mi estimado, es una colección de traiciones pequeñas,
un rosario de desengaños que llevamos colgado al cuello.
Pero algunos — jodidamente pocos — se quedan contigo
cuando la noche muerde, cuando el puñal de la traición aún escuece,
cuando el café está frío y el licor es escaso,
cuando los periódicos solo traen necrologías de queridos amigos muertos
y recuerdas las promesas que nadie piensa cumplir.

Son esos cabrones románticos que aún creen en ti,
que guardan como oro en paño las palabras dadas,
que no saben de oportunismos ni de medias tintas,
que te llaman a las tres de la madrugada
no para pedirte, sino para darte
ese trozo de vida que les sobra y a ti te falta.

La lealtad no se compra en el iShop,
ni se hereda como los apellidos compuestos.
Es ese pendejo destello en los ojos cansados
de quien ha visto demasiado y aún sigue en pie,
bebiendo contigo hasta la aurora los tragos amargos del tiempo,
sin pedir nada más que estar presente, hasta que estés bien.

Es la virtud de los inadaptados,
de los que no entienden de marketing, ni de bolsa, ni de trending topics,
de los que aún escriben cartas y poemas a mano
y guardan fotografías arrugadas en algún viejo álbum de plástico,
de los que saben que, por más que la verdad duela,
es mejor decirla que compartir una mentira.

Y al final, mi estimado, cuando las luces se apagan
y el teatro se vacía de aplausos y de máscaras,
solo quedan ellos: los leales, los insensatos,
los que nunca aprendieron a dar la espalda,
los que cargan con tu cruz como si fuera propia
y la llevan sin quejarse, sin factura, sin gloria.

No es esa turba de aduladores profesionales,
ni los que vienen a la cena de cumpleaños en el Club Nacional.
Es ese huevón que te dice la verdad a la cara
y luego te abraza como si fueras su hermano,
porque sabe que, más allá de las hermosas palabras,
solo queda la lealtad, esa perra fiel que no sabe de abandonos.

La lealtad, esa joya oxidada que no cotiza en la bolsa,
ese defecto de fábrica que tenemos los corazones rotos,
esa manera de estar en el mundo los que no tenemos el manual de instrucciones,
es lo único que nos queda cuando todo se ha ido a la mierda,
cuando esta Lima gris amanece con su resaca de promesas
y solo algunos locos siguen creyendo en la palabra dada.

Porque la lealtad, mi bro, no es de este tiempo,
es de esos tiempos viejos que ya no vuelven,
de cuando las calles olían a pan recién hecho
y la gente se saludaba sin miedo a contagiarse.
Es de esos tiempos en los que un apretón de manos
valía más que un contrato firmado.

Así que brindemos por los leales,
por esos huevones que no saben rendirse,
por los que siguen ahí, aunque el mundo se deshaga,
porque la lealtad, al final, es lo único que nos salva.

Fin.

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